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Editorial. Ayotzinapa y la nostalgia del presidencialismo absoluto.

octubre 22, 2014

Por: Carlos Dragonné

La gente grita «Fue el Estado», «EPN traelos de vuelta» (en inglés, cosa que no termino de entender fuera de las redes sociales), «Presidente Asesino», y otras echadas de culpa directo a una figura presidencial que, más que jefe del ejecutivo, se ha convertido en el objetivo de los odios sociales de años y años sin curar, sanar o corregir. Sin embargo, es un hecho que la culpa está mal repartida y que, de nuevo, la desinformación y la falta de verdadera participación ciudadana (con todo lo que esto significa como la búsqueda de la información, la comparación de posturas políticas y sociales, la renuncia a seguir pensando en abstracto cuando se trata de la protesta, por ejemplo, entre muchas otras responsabilidades que conlleva la participación) están haciendo mella en el ánimo social, ayudada y aumentada por un claro lineamiento de la oposición radical que cree, de nuevo en el abstracto, que ser oposición es ser simplemente decir no y actuar de esa forma ante cualquier cosa que el sistema, por ser sistema, requiere de ser vapuleado.

La muerte (o desaparición, para quienes quieren seguir en la falsa esperanza de que los encuentren con vida) de los 43 normalistas de Ayotzinapa tiene una causa que comienza en el espejo de todos aquellos que forman parte de la institución ciudadana. Porque es ésta última la institución que está más podrida de todas las que conforman el Estado mexicano. Hace varios años, cuando AMLO mandó al diablo las instituciones, alguien debió advertirle que la ciudadana ya estaba instalada ahí desde hace mucho tiempo. Y es que este crimen que nos habla de la barbarie en la que se encuentra el país en su núcleo social tiene culpables específicos, con nombre y apellido, pero también cómplices en la sociedad queha permitido el crecimiento de la permisibilidad de los crímenes del día a día, en el valemadrismo de una ciudadanía que deja crecer los, ahora tan de moda llamados ‘cánceres sociales’ ante su indiferencia e, incluso, su participación directa o indirecta. Vaya, los 43 muertos (o, insisto, desaparecidos, para no tocar sensibilidades esperanzadoras), son la consecuencia de un país que ha crecido bajo la máxime de ‘hágase su voluntad en las mulas de mi compadre’.

Gritar y señalar con el dedo a una figura presidencial como el absoluto causante de lo sucedido es, irónicamente, prueba absoluta e infalible de que ese sistema presidencialista que tanto critican y que tanto han chillado por los rincones quienes conocemos de siempre, vive gracias a ellos mismos. Otorgarle al presidente de la República esa figura omnipotente y absoluta de destruir al país, salvarlo o dejarlo en la ruina (según sean sus afiliaciones políticas) es prueba de que es la sociedad misma la que añora, necesita y ruega por la existencia del poder absoluto de un sistema que, les guste o no aceptar, hace muchos años desapareció de nuestra realidad nacional. Y es, además, minimizar, incluso aniquilar, los mismos movimientos, organizaciones, partidos, figuras y líderes que ellos mismos creen como la verdad que habríamos de estar persiguiendo y el camino que nos lleve a la salvación a través, insisto en la ironía, de una sola persona o una sola institución.

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Carta abierta… a quien quiera firmar de recibido.

julio 2, 2012

Lunes. Estoy en Querétaro por cuestiones de trabajo y, antes de regresar a la ciudad de México, estoy sentado en pequeño café frente a Plaza de la Independencia haciendo un recuento de lo que va pasando en redes sociales y en el país en general a razón de los resultados de una elección presidencial envuelta en los apasionados debates e intercambios ideológicos. Pero también ahogada en los odios y polarizaciones creadas por quienes no entienden que la democracia se juega para todos de la misma forma y con los mismos resultados.

Andrés Manuel López Obrador perdió la segunda elección presidencial de su carrera. Al igual que hace seis años, canta que “hubo irregularidades” en el proceso electoral y se aventura a algo más, a través de su representante en el IFE, Jaime Cárdenas, cuando asevera que hubo más irregularidades que en la elección de 2006. Es evidente y completamente entendible la primera reacción de la gente que, temerosa, dibuja escenarios de autoritarismo similares a los vividos con el plantón de Paseo de la Reforma de hace seis años, pero se siente algo más frío en el ambiente. Se siente un escalofrío en la piel a pesar del imponente sol del Bajío mexicano que pinta el adoquin del centro histórico queretano. Porque hoy, a diferencia de hace 6 años, Andrés Manuel tiene un brazo social para su conflicto postelectoral que, en su mente perversa –no enferma, no es lo mismo, pues la perversidad requiere de una claridad mental espeluznante–, habrá de legitimar su búsqueda de conflicto. Y podrá hacerlo a través del odio, las frustraciones, los enojos y los sueños rotos de una generación que se sintió abandonada por un sistema que ellos mismos dejaron en el olvido y del que se acordaron justo en el último momento.

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